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El personaje está invitado al programa de tele para hablar de lo que sea, como siempre, cuando se toca el drama de los incendios en Corrientes y en la pantalla gigante de fondo aparecen imágenes de Alberto Fernández atajándole un penal a un pibito en la playa. Entonces, el personaje acota, también él de puntín al arco: “Ahí lo tenés al pelotudo”. Se refiere al que atajó, claro, no al pibito que se quedó con ganas de un gol inolvidable.
El personaje que insulta al Presidente de la Nación en vivo y en directo se llama David Martínez. Le dicen El Dipy. Cobró fama desde el circuito marginal de la cumbia villera y de un tiempo a esta parte se convirtió en comentarista político y de todo un poco, lo cual no sería nada si no tuviera rating. Más bien que no me asusta la palabra “pelotudo”. Ni siquiera me preocupa demasiado la llamada “investidura presidencial”, a la que tantas veces aluden los que mandan para considerarse intocables. Como comunicador social me pregunto adónde nos lleva y qué clase de ciudadanía construye darle gas a un debate público en esos términos. Sólo embrutece.
El uso político de los artistas es un fenómeno más viejo que la espalda, mínimo desde que los dramaturgos griegos antiguos llevaban a la ficción historias de la realidad con efectos sociales catárticos, incluida la toma de partido por unos u otros protagonistas de la tragedia o la comedia. Sometidos como todos todo el tiempo al discurso dominante de la confrontación, muchos artistas populares aportan lo suyo casi todos los días a calentar la olla sin parar. Y después viene la inevitable discusión sobre si los contratos que lograron algunos de ellos en alguna dependencia estatal no habrán sido un pago de favores y, además, demasiado caro.
El Dipy y su contracara, Elián Valenzuela, más conocido como L-Gante, representan al Conubano pobre y sus voces pesan en el coro griego de la agenda periodística de cada día. Y simbolizan a ese GBA profundo sobre todo en sus porciones más jóvenes. Vienen a ser, según el uso que se les dé, voces de un pretendido sentido común, aunque, al mismo tiempo, delatan sin red el empobrecimiento cultural de un país donde lo aspiracional, es decir, la idea desesperada de salvarse, pasa por jugar bien a la pelota o pegar un tema en YouTube y Spotify o ser soldadito de los narcos.
El Dipy y L’Gante, con sus simplificaciones que a veces dan ternura y sus primitivas salidas de tono, que indignan, son la reversión mediática de la violencia suburbana. Significan, además, un puente virtual para la política, que está muy lejos de esa dimensión cotidiana. Tan lejos como los medios que les dan tribuna. Y por eso, tener a alguno de ellos de nuestro lado, digamos, hace parecer que estamos con los pobres.
Macri se fotografió con El Dipy, que quiere ser diputado de alguna opción opositora. L’Gante se fotografió con Alberto Fernández, le dedicó algún verso trapero a Cristina y canta “gratis” en Tecnópolis. La preferencia funciona, desde el poder, como aquello tan desgraciado de “tengo un amigo judío” para zafar del anti semitismo… Para el caso, suena a “tengo un amigo villero” o “tengo un amigo trapero”.
Pero el tema de fondo no pasa por El Dipy ni por L’Gante. Ni siquiera por los políticos de primer nivel que se sacan fotos con ellos, locos por contagiarse alguna popularidad. El asunto es qué pensamos hacer con el 70% de nuestros menores de 20 años que están bajo la línea de pobreza. Si no hay una respuesta para eso, hablar de futuro pasa a ser un verso que rima con nada. Y nos condenamos a desempeñarnos como simples recicladores de violencias en la vida real.